Capeando “los años del hambre”. Estraperlo, contrabando, hurtos y otras estrategias cotidianas

NOTICIAS - 25/1/18

 

Gloria Román Ruiz

Universidad de Granada

El último parte de la guerra civil española vino a acallar el estruendo de las bombas, pero no apagó el ruido de los fusiles al caer la noche ni silenció el rugido de los estómagos de tantos y tantos españoles hambrientos. El año 1939 trajo la victoria, pero ésta no llegó acompañada de la paz ni del pan. Encontrarlo blanco y por cauces oficiales se convirtió en una misión casi imposible, por lo que hubo que buscarlo por medios fraudulentos. En unos años marcados por el racionamiento y la escasez florecieron multitud de estrategias cotidianas destinadas a conseguir unas calorías extra. En las siguientes líneas nos acercamos a algunas de ellas, así como a los castigos que infringió la dictadura a las ya maltrechas figuras de aquellos pequeños infractores descubiertos, y a la actitud que mostró la comunidad hacia ellos.

Días de pan negro y sabañones

Quienes lograron sobreponerse a la década de 1940 hubieron de lidiar con la omnipresencia de la enfermedad, el paro, el frío y el hambre[1]. En aquella sombría estampa, marcada por el silencio impuesto por las armas, no faltaban la mendicidad, la prostitución ni los suicidios. El panorama de Baleares, donde “muchas familias modestas se nutrían únicamente de naranjas y el 40% de los niños presentaba síntomas de tuberculosis” [2], no era una excepción en aquella España de luto.

Parte de la responsabilidad de aquel estado de cosas era atribuible a las recetas económicas autárquicas que, ya durante la guerra, comenzaron a aplicar los rebeldes en las zonas ocupadas. De entre toda aquella compleja maraña de disposiciones la que con más clarividencia permanecerá en el recuerdo de quienes las sufrieron será, probablemente, el estricto racionamiento a que fueron sometidos alimentos, medicamentos, tabaco, combustibles, etc. de consumo cotidiano. Ante la realidad de unos amarillentos pedazos de cartón que no daban acceso mas que a unos productos de pésima calidad y en cantidades insuficientes, hubo que “buscarse la vida” por otros medios.

No es de extrañar que muchos se vieran forzados a acudir al comedor local de Auxilio Social, la más amable de las instituciones de la dictadura, “la sonrisa de Falange” [3]. Nacido por imitación de la Winterhilfe nazi, y atendido por las chicas de la Sección Femenina, venía a evidenciar el fracaso del régimen a la hora de garantizar el abastecimiento de la población. Su especial interés en “auxiliar” a quienes provenían del entorno de los vencidos en la guerra tenía que ver con su deseo de repartir, junto a la ayuda material, apoyo  espiritual. Se trataba, en palabras del Jefe Provincial de Falange de Granada, de “ocuparse de estos desgraciados incorporándolos con todo cariño a nuestros ideales”[4].

Pero ni el “Día del Plato Único” ni las famosas “Campañas de Invierno” bastaron para alejar la sombra del hambre. La gente de condición humilde se vio obligada a cruzar la línea roja que separa la legalidad de la ilegalidad, adentrándose en el mundo –muy concurrido en aquellos años- del estraperlo, el contrabando o el hurto. Y aquello era especialmente cierto en el caso de quienes habían perdido la guerra, represaliados y estigmatizados hasta el extremo. En no pocas ocasiones se trataba de mujeres a quienes la contienda les había arrebatado al marido –fusilado o encarcelado- y les había dejado un nuevo rol: el de garantes del sustento familiar[5]. A la hora de aliviar la maltrecha economía doméstica, recibieron la ayuda de sus hijos, incluso de los menores de edad.

Sin embargo, y aunque  nuestra atención en estas líneas está puesta en ese grupo humilde, no podemos obviar que el colectivo de estraperlistas y contrabandistas de posguerra estaba nutrido también por personas pudientes, “españoles de bien” con medios apropiados (almacenes, camiones, testaferros, etc.) a su alcance y con contactos con el nuevo poder franquista, que se sintieron tentados por la posibilidad de un negocio en el que amasar grandes fortunas. Eran los vencedores de la guerra, en condiciones para delinquir a gran escala amparados por un halo de impunidad.

 

Subsistiendo y resistiendo

La principal razón de ser de las pequeñas estrategias fraudulentas de posguerra era la necesidad extrema. Y es que, “¿qué norma puede impedir que alguien compre medicinas o comida cuando está en juego su salud o su supervivencia física?”[6]. Y, en efecto, sirvieron para hacer más llevadero aquel mundo de miseria. Pero aquellas estrategias representaban también una forma de resistencia cotidiana a una política económica, la autarquía, incapaz de garantizar los mínimos vitales. Asociada a los cupos de racionamiento y a las largas colas de mujeres cesta en mano, gozó de gran impopularidad. Y el pueblo no iba a quedarse de brazos cruzados ante lo que percibía como un injusto agravio: allí donde había miseria, raramente faltaba resistencia, aunque fuera en su forma pasiva[7].

Una de las estrategias más extendidas en los años 40 fue el estraperlo o mercado negro que, sensu stricto, hacía referencia a la compra-venta de productos intervenidos a precios abusivos, esto es, superiores a los fijados oficialmente por tasa. Aquello fue exactamente lo que hizo Antonio Maroto, que compró en Granada unos bollos que le costaron 0,15 ptas. y los revendió a varias vecinas de su pueblo a 0,25 ptas.[8]

Se trató principalmente de alimentos de primera necesidad como el trigo, el aceite, la cebada, el café o el azúcar; aunque también el tabaco, utilizado como moneda de cambio, se convirtió en uno de los productos estrella del mercado negro. Para llevar a buen puerto estas acciones estraperlistas se recurrió a todo tipo de argucias. Una de las más recurrentes fue el lanzamiento del paquete por la ventanilla del tren en marcha a su paso por la estación, donde aguardaba oculto un compinche que lo recogía para su rápido consumo o reventa.

En aquellos críticos días se intensificó también la práctica del contrabando desde Gibraltar a través de Cádiz y Málaga, principalmente de productos relacionados con la higiene -como las pastillas de jabón- y el vestido -fundamentalmente las telas y las medias de seda (solo lucidas en piernas pudientes)-, aunque también de medicamentos –penicilina y estreptomicina-, de tabaco y de alimentos de marcas extranjeras. Consuelo Castillo recuerda “que había una familia que, la sacarina, la traían en bloques, la partían con una cuchilla de afeitar y la vendían. Bueno, esos iban a Gibraltar o a no sé dónde y la traían”[9].

Y no faltaron los hurtos de comida ni las rebuscas en el campo. Aquellos pequeños violadores de la propiedad querían su botín para venderlo por un puñado de pesetas o directamente para comérselo. Juan Manuel Torres, de 18 años, y “El Tocinillo” hurtaron dos capachos de aceitunas, el uno “para tener dinero para Santa Águeda”, y el otro “para comprarse unos pantalones”[10]. Por su parte, Josefa Díaz, de 19 años, fue denunciada por coger dos brevas de una higuera y comérselas en el acto[11]. En efecto, los testimonios orales hacen hincapié en que eran robos inspirados por el hambre: “antes nadie se llevaba los cables de cobre, lo que iban era a llevarse que el jamón que tenían colgado o el marrano que estaban criando, para comer”[12].

Otras estrategias cotidianas puestas en marcha por la población fueron las adulteraciones de productos como la leche, frecuentemente aguada, o el fraude con el peso en los mercados de abastos, ya fuera trucando las pesas, ya colocando objetos extraños en la balanza, tal y como hizo el vendedor de Santa Fe (Granada) que coló una piedra entre las almejas[13]. Hubo también quien, en busca del ansiado sustento, practicó la caza ilegal[14], falsificó envoltorios de paquetes de tabaco[15], vendió productos como el jamón “en el primer periodo de descomposición”, o quien, como María Gutiérrez, “La Picola”, obligó a los vecinos a que le comprasen

“la misma cantidad de habas verdes que de patatas pues de lo contrario le negaba la venta de las patatas, artículo de primera necesidad e insustituible entre la clase humilde que de ninguna de las formas puede consumir habas verdes teniendo en cuenta el elevado precio a que estas se venden por razón de su escasez en esta época”[16].

Incluso se volvió a prácticas como el trueque. Y así ha permanecido en la memoria popular:

“Muchas gentes de acá iban a la Mancha con sus burros y sus pieles de aceite y entonces se traían trigo o se traían harina o se traían todo esto de allá (…) Incluso hubo uno que tenía una bicicleta y cogía la piel, la ponía en la bicicleta y se metía estos 50 km hasta llegar allí, subiendo cuestas, bajando cuestas, y luego se traía un saco de cereales (…) Me acuerdo que la abuela cuando venían los recoveros recogiendo los huevos y tal,  les daban los pollos los huevos o tal, a cambio de telas y todo para hacer los ajuares de mis tías”[17].

 

La dictadura castiga y la comunidad ¿se solidariza o delata?

Todas aquellas estrategias fuera de la ley no estaban exentas de riesgo. El particular via crucis de los pequeños estraperlistas y contrabandistas descubiertos comenzaba al serles requisada la mercancía, un primer y duro golpe, pues cuando a “alguno de ellos le quitaban la carga los arruinaban porque cuando se iban de aquí el aceite era prestado”[17], o bien lo habían comprado con unos pequeños ahorros.

Además, les eran impuestas elevadas multas que, de no ser ingresadas, se convertían en una orden de embargo. Muchos de los procesados que, dada su condición humilde, rara vez contaban con bienes embargables, acabaron cumpliendo condena en prisión o en un campo de trabajo.  Pagaban con su libertad sus intentos por sobrevivir.

Pese a los excesos verbales de la prensa, que se llenó de titulares sobre la lucha implacable de las autoridades contra el fraude, la persecución del mercado negro y del contrabando sólo fue tal en el caso de quienes operaban a pequeña escala, “casualmente” identificados con los vencidos en la guerra. Ello nos hace sospechar sobre las verdaderas intenciones de la dictadura al mantener durante toda una década una política económica, la autarquía, que no había supuesto mas que miseria. ¿Acaso se trataba de una forma encubierta de castigar a “los otros” y de premiar a “los suyos”?[18].

 

Pese a tratarse de un régimen dictatorial, las acciones individuales de la gente corriente pudieron llegar a ser determinantes a la hora de “salvar” o “condenar” a un infractor del hambre en apuros. Esa toma de partido –que, por supuesto, coexistió con la neutralidad- dependió de la percepción que se tuviera de aquellos actos delictivos. Y no es de extrañar que el pequeño estraperlo o los hurtos famélicos, cuyo móvil era el hambre, despertasen comprensión –o incluso simpatías-, lo cual movió a la solidaridad a otros miembros de la comunidad, que ayudaron a ocultar a quien huía de la guardia civil o arrimaron el hombro a la hora de pagar la multa.

En este sentido sobresale la colaboración prestada por los maquis que, tras 1939, decidieron continuar la lucha armada en la sierra y que, aprovechando la ventaja que les daba el conocer el terreno, alertaron a los  pequeños estraperlistas y contrabandistas en caso de peligro. Constancio Zamora aún recuerda que uno de los guerrilleros más conocidos en la zona norte de Jaén, “El Rojo Terrinches”, ayudaba a los arrieros “avisándoles dónde estaba la guardia civil, en qué camino estaban, que se fueran con los burros por un sitio o por otro”[17].

Sin embargo, no faltó quien, dispuesto a consumar una venganza personal o a obtener rédito económico de la situación, se personara en comisaría dispuesto a señalar con el dedo a un convecino. Las delaciones formaron parte también del gris y desolador paisaje de posguerra.

En definitiva, con el fin de la guerra civil terminó la lucha armada en el frente, pero no la represión ni la lucha diaria por sostener el cuerpo. La necesidad extrema convirtió la vida cotidiana en un duro camino hacia la supervivencia en mitad del cual muchos perecieron. Para hacer ese camino más llevadero se pusieron en marcha estrategias como el estraperlo, el contrabando o el hurto. Toda picaresca era poca para capear “los años del hambre”.

 

Fuentes y bibliografía

[1] Las muertes por inanición en el periodo de posguerra se han calculado en 200.000 para toda España. En Payne, Stanley, The Franco Regime, 1936-1975. Madison, University of Wisconsin Press, 1987, pág.252.

[2] Ginard i Ferón, David, "Las condiciones de vida durante el primer franquismo. El caso de las Islas Baleares". Hispania, nº 212, 2002, p. 1117.

[3] Cenarro, Ángela; La sonrisa de Falange: Auxilio Social en la Guerra Civil y en la posguerra, Barcelona, Crítica, 2005, p. 16.

[4] Archivo General de la Administración (AGA), Presidencia, PG, 51/20588, parte mensual de noviembre de 1942, tema nº.17.

[5] Barranquero Texeira, Encarnación y Prieto Borrego, Lucía, Así sobrevivimos al hambre, CEDMA, Málaga, 2003, p. 246.

[6] Barciela, Carlos, “Franquismo y corrupción económica", Historia Social, nº 30, 1998, págs. 83-96, p. 93.

[7] Scott, James C., Los dominados y el arte de la resistencia: discursos ocultos, Era, México, 2003.

[8] Archivo Municipal de Santa Fe (AMSF), Expedientes de multas por incumplimiento de las Ordenanzas Municipales, 243, 23/03/1940.

[9] Entrevista a Consuelo Castillo realizada en Santa Fe (Granada) el 26/03/15.

[10] Archivo Municipal de Chiclana de Segura (AMCS), Juzgado de Paz, caja 106, Juicio de Faltas 1952/1952.

[11] AMCS, Juzgado de Paz, caja 100.

[12] Entrevista a Consuelo Castillo realizada en Santa Fe (Granada) el 26/03/15.

[13] AMSF, Expedientes de multas por incumplimiento de las Ordenanzas Municipales, 320, 15/04/1942.

[14] AMCS, Juzgado de Paz, caja 104.

[15] Archivo Histórico Provincial de Granada (AHPG), caja 1.595, Hacienda, 118, Leg. XXVI-3-39; Tribunal de contrabando, Expts. Cumplidos en prisión; 17/10/1942.

[16] AMSF, Expedientes de multas por incumplimiento de las Ordenanzas Municipales, 192, 25/04/1938.

[17] Entrevista a Constancio Zamora realizada en Chiclana de Segura (Jaén) el 04/09/14.

[18] Richards, Michael, Un tiempo de silencio, La guerra civil y la cultura de la represión en la España de Franco. 1936-1945, Crítica, Barcelona, 1999, p. 106.

Imágenes: fotogramas de la  película Surcos (1951), de José Antonio Nieves Conde.